martes, 16 de noviembre de 2010

La oveja negra. Augusto Monterroso




LA OVEJA NEGRA
Augusto Monterroso (1921-2003)


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.


De La oveja negra y demás fábulas. Editorial Joaquín Mortiz, México, 1969.

Los dos reyes y los dos laberintos. Jorge Luis Borges





Jorge Luis Borges
(1899–1986)


Los dos reyes y los dos laberintos
El Aleph (1949)


Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.”
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Confusión de patas. María Granata




Confusión de patas

María Granata


En el bosque se anunció una fiesta con tantas lamparitas encendidas, que concurrieron todos los animales, hasta los invisibles, esos que caben millones de veces en un mosquito.

Como había muchos juegos y rifas, pronto se produjo una gran aglomeración; cada animal quería jugar y ganar premios, de modo que la aglomeración se hizo cada vez más cerrada, tanto que hasta los invisibles quedaron apretados. Parecía que todos los animales del mundo se habían juntado allí. Y cuando alguno ganaba un premio la aglomeración se movía de un lado a otro porque todos querían ver, y daba la impresión de ser una marea, en realidad, un remolino de orejas, cuernos, hocicos, plumas, colas, pescuezos...

Y a medianoche se apagaron las lamparitas: la fiesta había terminado, pero todos tardaron horas y horas en poder salir.

Aún no había amanecido, y ni bien echaron a andar, se sobresaltaron: el tigre no entendía cómo su cuerpo casi estaba tocando el suelo, hasta que vio que sus patas eran de tortuga; un cisne comprobó que se había vuelto cuadrúpedo; el elefante, en cambio, se caía porque sus patas eran solamente dos, de ave zancuda: las suyas habían ido a parar al cuerpo de una cabra que no conseguía dar un solo paso; las de un ciempiés, a un gato montés; las de un gallo, a un zorrino; una cebra tenía tres patas cortas y una larga, y lo peor le ocurrió a un jabalí, que se vio con siete y todas de diferentes animales.

Todos tenían las patas cambiadas por culpa de la aglomeración, menos los invisibles que sólo tenían cambiados algunos de los puntitos de que están hechos.

Con la primera luz del día se puso en claro la situación: las protestas, los reclamos, las devoluciones duraron tanto que se necesitó un mes para que las patas de cada uno estuvieran en su lugar.


Tomado de 100 cuentos de María Granata para leer antes de dormir. Editorial Sigmar. Buenos Aires, Argentina. 2004.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Una noche de verano. Ambrose Bierce






Una noche de verano.
One summer night, Ambrose Bierce (1842-1914)

El hecho de estar enterrado no parecía probarle a Henry Armstrong que había muerto: siempre había sido hombre difícil de convencer. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba enterrado. Su posición -tendido sobre la espalda, con las manos cruzadas sobre el estómago y sujetas con algo que él quebró fácilmente, lo cual en poco remedió su situación-, el estricto confinamiento en que yacía, la negra penumbra y el profundo silencio, configuraban un cuerpo de evidencias irrefutables que él aceptó sin dilación.

Pero, muerto... no; sólo estaba enfermo, muy enfermo. Lo sofocaba, por otra parte, la apatía típica de los inválidos, y poco le preocupaba el destino nada común que le había sido otorgado. Él no era un filósofo: apenas una persona vulgar y sencilla investida, en tal circunstancia, de una indiferencia patológica: el órgano mediante el cual podía temer consecuencias se había aletargado. De modo que sin inquietarse en exceso por su futuro inmediato, se durmió y la paz descendió sobre Henry Armstrong.


Pero algo ocurría allá arriba. Era una oscura noche de verano, herida por infrecuentes relámpagos que inflamaban alguna nube que flotaba a baja altura hacia el oeste, portadora de tormenta. Tales resplandores, trémulos y fugaces, concedían una siniestra claridad a las lápidas y monumentos del cementerio, y parecían hacerlos bailar. No era noche apropiada para que eventuales testigos se pasearan por el cementerio, de modo que los tres hombres que allí se dedicaban a cavar en la tumba de Henry Armstrong se sentían razonablemente seguros.

Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de un colegio médico, ubicado a pocas millas de distancia; el tercero era un negro gigantesco, conocido como Jess. Durante muchos años, Jess había sido empleado del cementerio a cargo de múltiples tareas y era su broma favorita que él conocía "a todas las almas del lugar". De la naturaleza del acto que ahora realizaba cabe inferir que el sitio no estaba tan poblado como el registro pudiese sugerirlo.

Fuera del muro, en la parte del terreno que más lejos estaba de la carretera pública, esperaban un caballo y un furgón liviano.

El trabajo de excavación no presentó dificultades: la tierra con que la tumba había sido cubierta pocas horas antes ofreció escasa resistencia y no tardaron en removerla. Extraer el ataúd de su caja no resultó tan fácil pero lo lograron, pues era una especialidad de Jess, que quitó la tapa cuidadosamente, la depositó a un lado y expuso el cuerpo con sus pantalones negros y su camisa blanca. En ese instante se inflamó el aire, quebróse un trueno que estremeció la tierra, y Henry Armstrong, con toda tranquilidad, se sentó. Huyeron los hombres despavoridos, entre gritos inarticulados, cada cual en una dirección diversa. A dos de ellos, nada del mundo los hubiese persuadido a volver. Pero Jess era de otra pasta.

En el gris de la mañana ambos estudiantes -aún pálidos y ojerosos a causa de la ansiedad, aún estremecido el pulso tumultuoso de su sangre a causa del terror que tal aventura les provocara- se encontraron en el colegio médico.

-¿Lo viste? -exclamó uno.
-Sí. Dios mío... ¿qué haremos?

Se encaminaron a la parte trasera del edificio, donde vieron un caballo con un furgón liviano, sujeto a un poste próximo a la puerta de la sala de disecciones. Mécanicamente entraron a la sala. Sobre un banco, en medio de la oscuridad, estaba sentado el negro Jess. Éste se incorporó, sonriente, todo dientes y ojos.

-Espero mi paga -declaró.

Desnudo sobre una mesa yacía el cuerpo de Henry Armstrong, y en su cabeza se confundían el barro y la sangre a causa de un golpe de pala.

Ambrose Bierce (1842-1914). El desconocido y otros cuentos. Torres Agüero editor, Buenos Aires, Argentina, 1976.

Tema para un tapiz. Julio Cortázar





Tema para un tapiz
Julio Cortázar
El general tiene sólo ochenta hombres, y el enemigo cinco mil. En su tienda el general blasfema y llora. Entonces escribe una proclama inspirada que palomas mensajeras derraman sobre el campamento enemigo. Doscientos infantes se pasan al general. Sigue una escaramuza que el general gana fácilmente, y dos regimientos se pasan a su bando. Tres días después el enemigo tiene sólo ochenta hombres y el general cinco mil. Entonces el general escribe otra proclama, y setenta y nueve hombres se pasan a su bando. Sólo queda un enemigo, rodeado por el ejército del general que espera en silencio. Transcurre la noche y el enemigo no se ha pasado a su bando. El general blasfema y llora en su tienda. Al alba el enemigo desenvaina lentamente la espada y avanza hacia la tienda del general. Entra y lo mira. El ejército del general se desbanda. Sale el sol.

Historias de cronopios y de famas.

Hambre, texto de La muerte viaja a caballo. Ednodio Quintero, 1974.






Hambre

La infeliz familia aguantaba el hambre hereje. Tres días sin probar bocado, con la barriga pegada al espinazo esperaban un milagro de la providencia divina. En el aposento una vela ardía constantemente frente a la imagen de la virgen del Carmen. Tal vez la sombra escurridiza de una rata. Nadie pudo evitar el voraz incendio que envolvió la cuna del niño de ocho meses. Todos corrieron, ojos desorbitados, hasta la puerta del aposento. Cayeron de rodillas, las manos en alto. Olor a carne asada. "Milagro", gritaron, "Milagro!!!"

S/T. Raimundo Geiger (Comp.) Cuentos judíos

Cuentos judíos





74
Cuentos Judíos
Raimundo Geiger (Compilador)


Moisés acaba de morirse repentinamente en el café. Sus amigos Bloch y Samuel van a comunicarle a Sara la infausta nueva. Al llegar a su casa, ésta se encuentra pelando papas en la cocina.

– Buenas tardes, amigos. ¿Qué viento os trae por aquí?

– ¿Sabe usted por qué venimos a verla, Sara?
– No. Siéntense. Ya ven ustedes: sigo pelando papas para Moisés y para mí. Ustedes me perdonarán, pero se acerca la hora de cenar.
– Precisamente venimos a causa de Moisés…
– ¡Ah sí! ¿Qué le pasa? Fíjense qué papas. No hay manera de acabar de limpiarlas. ¡Y a Moisés que le gustan tanto!
– Pues bueno. . . , verá usted. . . El caso es que . . . hace unos instantes, encontrándonos en el café. Moisés . . .
– ¿Qué? ¿Qué ha hecho Moisés?
– ¡Pues que. . . se ha muerto repentinamente!
– ¿Que se ha muerto repentinamente? Entonces no pelo más papas; ya tengo suficientes para mí.

Nuestro primer cuento en Oralicuentos

Henri Pierre Cami










Historia del joven celoso.
Henri Pierre Cami (1884-1958)


Había una vez un hombre joven que estaba muy celoso de una joven muchacha bastante voluble.
Un día le dijo: “Tus ojos miran a todo el mundo”. Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo: “Con tus manos puedes hacer gestos de invitación”. Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo – se dijo – estaré más tranquilo.”
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea – pensaba –, pero al menos, será mía hasta la muerte.”
Un día volvió a la casa y no encontró a la joven muchacha: ella había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.

Presentación de oralicuentos