sábado, 13 de noviembre de 2010

Una noche de verano. Ambrose Bierce






Una noche de verano.
One summer night, Ambrose Bierce (1842-1914)

El hecho de estar enterrado no parecía probarle a Henry Armstrong que había muerto: siempre había sido hombre difícil de convencer. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba enterrado. Su posición -tendido sobre la espalda, con las manos cruzadas sobre el estómago y sujetas con algo que él quebró fácilmente, lo cual en poco remedió su situación-, el estricto confinamiento en que yacía, la negra penumbra y el profundo silencio, configuraban un cuerpo de evidencias irrefutables que él aceptó sin dilación.

Pero, muerto... no; sólo estaba enfermo, muy enfermo. Lo sofocaba, por otra parte, la apatía típica de los inválidos, y poco le preocupaba el destino nada común que le había sido otorgado. Él no era un filósofo: apenas una persona vulgar y sencilla investida, en tal circunstancia, de una indiferencia patológica: el órgano mediante el cual podía temer consecuencias se había aletargado. De modo que sin inquietarse en exceso por su futuro inmediato, se durmió y la paz descendió sobre Henry Armstrong.


Pero algo ocurría allá arriba. Era una oscura noche de verano, herida por infrecuentes relámpagos que inflamaban alguna nube que flotaba a baja altura hacia el oeste, portadora de tormenta. Tales resplandores, trémulos y fugaces, concedían una siniestra claridad a las lápidas y monumentos del cementerio, y parecían hacerlos bailar. No era noche apropiada para que eventuales testigos se pasearan por el cementerio, de modo que los tres hombres que allí se dedicaban a cavar en la tumba de Henry Armstrong se sentían razonablemente seguros.

Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de un colegio médico, ubicado a pocas millas de distancia; el tercero era un negro gigantesco, conocido como Jess. Durante muchos años, Jess había sido empleado del cementerio a cargo de múltiples tareas y era su broma favorita que él conocía "a todas las almas del lugar". De la naturaleza del acto que ahora realizaba cabe inferir que el sitio no estaba tan poblado como el registro pudiese sugerirlo.

Fuera del muro, en la parte del terreno que más lejos estaba de la carretera pública, esperaban un caballo y un furgón liviano.

El trabajo de excavación no presentó dificultades: la tierra con que la tumba había sido cubierta pocas horas antes ofreció escasa resistencia y no tardaron en removerla. Extraer el ataúd de su caja no resultó tan fácil pero lo lograron, pues era una especialidad de Jess, que quitó la tapa cuidadosamente, la depositó a un lado y expuso el cuerpo con sus pantalones negros y su camisa blanca. En ese instante se inflamó el aire, quebróse un trueno que estremeció la tierra, y Henry Armstrong, con toda tranquilidad, se sentó. Huyeron los hombres despavoridos, entre gritos inarticulados, cada cual en una dirección diversa. A dos de ellos, nada del mundo los hubiese persuadido a volver. Pero Jess era de otra pasta.

En el gris de la mañana ambos estudiantes -aún pálidos y ojerosos a causa de la ansiedad, aún estremecido el pulso tumultuoso de su sangre a causa del terror que tal aventura les provocara- se encontraron en el colegio médico.

-¿Lo viste? -exclamó uno.
-Sí. Dios mío... ¿qué haremos?

Se encaminaron a la parte trasera del edificio, donde vieron un caballo con un furgón liviano, sujeto a un poste próximo a la puerta de la sala de disecciones. Mécanicamente entraron a la sala. Sobre un banco, en medio de la oscuridad, estaba sentado el negro Jess. Éste se incorporó, sonriente, todo dientes y ojos.

-Espero mi paga -declaró.

Desnudo sobre una mesa yacía el cuerpo de Henry Armstrong, y en su cabeza se confundían el barro y la sangre a causa de un golpe de pala.

Ambrose Bierce (1842-1914). El desconocido y otros cuentos. Torres Agüero editor, Buenos Aires, Argentina, 1976.

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